El hombre sin espejos 2.6

Me había olvidado que de repente podía toparme con la flecha de mi destino, y tenía que concretarse en una bifurcación de caminos inevitable, ahí colgando el letrero que ahora tiene nombre propio. Así sucedió.  Hasta ayer, si me hubiese acordado de ese encuentro predestinado (a la verdad, no sé cuándo fue la última vez que brincó de la memoria tal ineludible probabilidad), habría figurado una flecha clavada en un poste de madera diciendo por este sendero se llega “a XYZ”. Aunque sabía que sin esfuerzo ni intención consciente en cualquier momento estaría parado frente a la flecha de mi destino, la cotidianidad en Valle del Campesino hizo que no haga de esa certeza una búsqueda secreta. 

 

Chancusig reconoció el acontecimiento apenas se presentó intempestivamente, en una mañana celeste festoneada por estrías de nubes volanderas inmaculadas y de altitud edénica, la flecha que tenía un mensaje claro: “a Reflejo”. Sobre la marcha imaginó que Reflejo vendría a ser el anunciado caserío de Malinche, es decir el punto de encuentro con otros campesinos parecidos a él o si se quiere el contacto de emergencia para salir de Valle del Campesino y devolverse al cavernícola de Racionalidad Digital. Siendo el primer letrero-flecha que Chancusig tuvo ante sí en lo que considera ya una extensa trayectoria de hacer senderos rústicos a lo largo y ancho de Valle del Campesino, se aseguró de palpar el árbol que en su memoria reciente se había posicionado con un mote poético, Ceiba Sirena. Y esta beldad arbórea portaba el mensaje al senderista que lo recibió no como invitación a hacer una vuelta romántica, sino era la certeza de que se cumpliría un hecho impostergable. 

 

Ceiba Sirena, era la dríade conteniendo en su vientre la flecha gris y el mensaje categórico con letras rojas grandes y en relieve. Además de predestinado tenía ganas, cuanto antes mejor, de entrar en el sendero con rumbo fijo a Reflejo. Chancusig, gozaba de familiaridad dionisiaca con Ceiba Sirena, pues, trabó amistad con su excelsa figura hace pocos soles y lunas, cuando visitó el escenario boscoso que él tuvo a bien denominar, Dríades Danzantes. Entonces, Ceiba Sirena, fue la fragante beldad que le dio la bienvenida con sus dos ramas verdes desnudas, suaves, candentes, fungiendo de sensuales brazos. En esa hora de hallazgo de ceibas dueñas de una zona sin bifurcaciones, se ató a su feminidad terrenal. 

 

A medio camino, presintiendo que había avanzando largo por el sendero que tomó la forma de tierra colorada serpenteando en una planicie de faiques aromáticos,  cundió la duda de qué mismo podía ser llegar a Reflejo: ¿Acaso desembocará en una aldea de campesinos que lo reflejen a Chancusig así como Chancusig los reflejaría a ellos? Lo único cierto era terminar con esta historia atravesando delicioso infiernillo de Acacia macracantha, si no fuese porque anda con la seguridad de que el sendero se ofreció por una sola vez para dilucidar el misterio de Reflejo, creería que ha sido condenado a vagar sin ton ni son en ninguna parte, pero sentía que flotaba en lo profundo e ignoto de la travesía y disfrutaba intuyendo que iba proa al final del trayecto. 

 

El retorno al punto de partida de Ceiba Sirena, era inimaginable; el sendero, aproximadamente cuadra a cuadra, se esfumaba tornado a derecha o izquierda en ángulo recto. Al principio serpenteaba alegre en un horizonte que lo dibujaba hasta perderse; después, flotaba en el tiempo-espacio de los ángulos rectos aún cubierto por el paisaje y perfumes de Acacia macracantha. Cuando aterricé, tuve la fuerte impresión de estar orientado a Ojo Chancusig, mi hogar.  La noción de cercanía al hogar, vino con el rumor de cascada y río que capturaban mis oídos. No tardó en arribar lo que faltaba para descartar de cuajo que había sido presa de alucinaciones: la brisa ribereña inconfundible, y con ella los aromas de la vega de Río Azul al pie de la muralla de granito.  Solo faltaba otear el edificio siendo el principio y el final de las aventuras del campesino Chancusig. Fue divertido  sospechar que ir a Reflejo era volver a casa. 

 

El ritmo de marcha en pos de resolver el misterio cedió a un paso relajado. Esperaba el cambio de tercio en el paisaje, o sea moverme del sendero rojizo de Acacia macracantha al contacto visual con Mansión Chancusig, celebrando la broma que entendí provenía del diseño original de Malinche.  Me decía: lo de ir a Reflejo, devino en una travesía inédita al hogar pasando por un portal que se abrió únicamente hoy y por ende jamás volverá a darse este portento, así que disfruta de la graciosa ocurrencia de Malinche. 

 

La transición de bosque de faiques, hundiendo raíces que sobreviven a la aridez de tierra ladrillo, a suculenta vegetación ribereña, fue de una sabrosura integral, tomé bocanadas de aire proveniente de oasis de sauces llorones. Abandoné el terreno plano rojizo y cuarteado, abandoné la placidez intemporal del faical y ascendiendo de piso biológico me rendí al espacio de tierra ecológica, suelo vegetal fértil de sembrados identificados desde mis ensoñaciones de campesino de época. Se sucedieron simétricas y menudas plantaciones de palta, papaya, guineo, zapote, chirimoya, mandarina,lima, naranja, limón, membrillo, ciruela, guayaba, ají… Si hubiese tenido una vista panorámica de dron habría observado rombos albergando distintas especies frutales, como un panal policromo de maná. 

 

La senda frutal concluyó con el recodo-balcón abriéndose a la vega de Mansión Chancusig. Sin regresar a ver, el campesino, mantuvo el paso del que vuelve a casa a por las delicias de mediodía del fogón de Malinche. Embebido en la contemplación pantagruélica de la vega hogareña estaba Chancusig, caminaba ya libre de cualquier pretensión de llegar a Reflejo, cuando se percató que una suerte de humano se movía a su costado izquierdo, en una senda paralela e idéntica a la suya; paró en seco y enfrentó la visión. Chancusig tenía ante sí a la persona que hizo lo mismo que él, dejar de andar y escrutar en el otro. Fue un pestañeo y al rato se saludaron efusivamente extiendo los brazos para acudir a un encuentro amistoso al estilo campesino de molienda de caña de azúcar siglo XX. ¡Eres tú!, aullaron, fue unísono. La imagen del campesino de ensueño del tardío Antropoceno desapareció tras el encuentro que duró un suspiro; mas, en la mente de Chancusig, permaneció indeleble. El portal que condujo a Reflejo, le dio un rostro al hombre sin espejos. 

 

El hombre sin espejos 2.5

 

¿Cómo habría sido el suceso de quemar el año viejo y ensalzar al año nuevo al estilo estridente Homo sapiens 2000? En Valle del Campesino, sería cometer una celebración humana inadmisible, vendría a ser la aniquilación de la vida contemplativa de Chancusig.  Esto lo imaginé la otra noche a propósito del tiempo recobrado de Proust, no lo dejé asentado intuyendo que me serviría para comenzar la siguiente entrada de esta suerte de borrador (que se quedará en borrador) del campesino Chancusig, cual no existía cuando el Ejecutivo estuvo perdido en Racionalidad Digital, todavía se hallaba en proceso de fermentación recóndita. No voy a recobrar el eón extraviado allá arriba porque una edad pasiva es estéril, no fabrica memorias y en consecuencia no se crea el día que abarca todos los días, por ejemplo, el jueves de Leopoldo Bloom. Ni comprimiendo todo el tiempo perdido del Ejecutivo allá arriba lograría empezar un día de Bloom, ¿qué diantres era el día de Bloom? A pesar de ser un monólogo en sí desde que abrí mi mente-cuerpo a Racionalidad Digital, no podía capturar la esencia de la novela total de Joyce, y cómo hacerlo si el sujeto de la experiencia respiraba en la edad de la caverna holográfica. En Valle del Campesino vislumbro lo que fue esa gloriosa jornada de Bloom, ese dublinés de principios del siglo XX, haciendo el monólogo de un Ulises callejero, en reorganización retrospectiva, desde el vamos grasiento desayunando vísceras de cordero. Me atrevo a decir que percibo el condumio del tiempo del jueves de Bloom, y este vislumbrar no tiene que ver con lo que fue propio de la modalidad cotidiana de un urbanícola Homo sapiens 2000, ese modo de habitar en radical soledad en medio de multitudes humanas me es ajeno e incomprensible. Me anima creer que, en Valle del Campesino, lo fundamental del día de Bloom es posible.  

 

Soy una novela total en ciernes. Soy un iniciado en sembrar y cosechar acontecimientos en Valle del Campesino. Como Bloom no me hago las preguntas existenciales de rigor del poeta aristócrata: ¿qué voy a hacer mañana?, ¿qué voy a ser siempre? La gran diferencia es que Bloom floreció de golpe y porrazo en su jueves aunando todos sus días en uno solo, y luego se mandó a mudar a la eternidad joyceana. Cuando el Ejecutivo era un ente exclusivo de Racionalidad Digital, tampoco me hacía esas preguntas de rigor existencial porque a falta de un mañana ni un siempre, en la edad de la caverna, vivía sin pretensiones terrenales siendo un transmisor de hologramas tomados del susurro del contador de historias, donaba ilusiones a ajenos tal cual ellos me las donaban a mí, hasta que la poesía/ficción Río Machángara me condujo a Malinche, ahora mismo presente en la feminidad de la naturaleza prístina. Desde acá me veo similar a un alcohólico consuetudinario, cual malandrín dependiente de las canciones que incitan al vicio secular, que de la A a la  Z sonaban automáticamente en la rockola cósmica, aunque de repente metía una moneda sucia, ajada, para vibrar con el ritmo metálico que me daba la gana de escuchar. 

 

En Valle del Campesino, serían inofensivas las interrogantes del poeta aristócrata ¿qué voy a hacer mañana?, ¿qué voy a ser siempre?, debido a que mis días caminan y no corren, se hacen en los senderos y se transforman de la noche a la mañana y viceversa. La cuestión de rigor que sí palpita en el aire es ¿encontraré el día que integre todos mis días de una vez?     

      

Aquí amaneció lloviendo delicioso y después del obsequio celestial que llena de júbilo al suelo subtropical seco, escampando alrededor de las siete arribó el calorcito amigo de las criaturas que habitan Valle del Campesino. El despertar de los jilgueros en el último tramo de oscuridad, dio paso al fulgor de flores y frutos pintando perlado verdor. Embebido en las rojas beldades del ají rocoto, frutas ovaladas colgando del árbol de tronco leñoso que por su natural tamaño y lustrosa hermosura no envidia a un trabajoso bonsái, me visitó el recuerdo fresco del jovial campesino que tengo negado fijar su rostro. Mientras más familiar me resulta más rápido se diluye su cara, se marcha del todo apenas extinguido el sueño bordeando el amanecer de los dragones de oriente; cuando abrí los ojos su faz se había ido, no así la alegre figura de campesino seductor. El diorama con los otros actores del escenario onírico permaneció incólume, esclarecido, un lapso suficiente para quedarme disfrutando de su gracia hasta difuminarse y desaparecer avanzando en la mañana temprana. Esta reliquia de campesino encantador apareció entonando una frase grotesca, aunque risible y pegajosa: “bestia salvaje, pedazo de animal…”. Él no estaba calzado y vestido de campesino en acción sino en modo festivo, elegante a su manera, estrenando prendas de expedicionario siglo XXI, y venía caminando por un atajito de caña de azúcar idéntico al que descubrí hace poco en Valle del Campesino, o sea, uno que se desvía del recodo de sauces llorones de Río Azul, y era partícipe de la brisa despidiendo aromas de panela cimarrón. Y lo insólito llegó cuando del lado contrario asomó radiante Malinche, y, ¡oh, sorpresa!, entonando con voz de soprano lírica, “bestia salvaje, pedazo de animal…”. Es inevitable en este punto traer a cuento el único encuentro personal celebrado entre Malinche y Chancusig, donde sin ponerse de acuerdo acudieron a la cita disfrazados de expedicionarios del tardío Antropoceno.

El hombre sin espejos 2.4

Sentir el fluido del tiempo ampliado y ser sujeto de la relatividad temporal, tiene consecuencias: mi arraigo en tierra fértil. He mencionado que tengo la sensación de haber vivido una eternidad en radical soledad campesina que es la otra cara, apenas descubierta, de la eternidad en radical soledad del ejecutivo digital. Un eón mental ha transcurrido desde que resido al pie de las murallas que vierten agua dulce y suscitan la eufonía acuática de Río Azul (lo llamo así cuando le da el sol mañanero, y debería denominarse Río Fuego cuando es iluminado por el sol de los venados). 

 

Respiro por fuera del calendario y no especulo en la distancia temporal que me separa del fin del corriente año solar, haciendo la vuelta con el planeta y Chancusig sembrado en la tierra. Persiste la leve noción de que en cualquier momento la nave AVUA se va ha presentar aullando en modo urgente “¡señor Chancusig!, se cumplió su año de fungir de campesino y también el año de ausencia suya en Racionalidad Digital”. Vaya notición mi querida libélula vino tinto, fucsia, púrpura o lo que sea que te vista y calce…  vete de regreso a cueva digital con la respuesta indeclinable del auténtico Chancusig: él se queda, va de campesino para largo. Me divierte el escenario que se daría de retornar a las alturas del cavernícola; qué acontecerá con Chancusig II, el sucedáneo, el ente que asumo está cumpliendo las funciones de ejecutivo digital en reemplazo del original Chancusig, el campesino. Es predecible cómo se resolvería esa ridícula situación, si el susodicho sucedáneo es una copia mía debe ser una criatura que se precia de sí, en consecuencia haría lo que yo haría: reemplazarme acá, en tierra firme, y ser moderadamente feliz hasta que de nuevo le toque subir a Racionalidad Digital. Suena sencillo y sería sencillo el intercambio del original con el sucedáneo, vendría a ser habitar en un dúplex del eterno retorno a lo idéntico. Original y sucedáneo jamás se encontrarán en el cruce de destinos, pues, cada cual tendrá su escalera particular para bajar y subir. Por supuesto que este escenario se queda en chiste y de verdad pasará lo que el propio Chancusig decida. Repito y esto sí es repetir, no habrá intercambio con sucedáneo alguno porque tengo la prerrogativa, de acuerdo al pacto inalienable que hice con Malinche, y es un derecho adquirido dilatar mi presencia, ad infinitum, en Valle del Campesino (así terminé titulando el territorio que conocí ayer, reconozco hoy y reconoceré mañana). 

 

La invención del tiempo en el espacio de Caverna Digital era un pasar exento de aburrimiento. Arriba deviene un tiempo libre de relatividad, un tiempo volandero, un tiempo inofensivo. Acá me enteré que el aburrimiento existe encarnando la espera, y vino a ser que aburrirse es un acicate para que el campesino salga renovado de una suerte de aproximación a la angustia Homo sapiens. El aburrimiento provoca ese aguardar por los acontecimientos. Diría que el campesino genera la dosis necesaria de angustia en función de hacer duraderos los días y las noches. Dormir es un instante largo, es una espera y permite el acontecimiento del despertar predispuesto a moverse con la mañana de Valle del Campesino y, no viene a cuento la cantaleta esa de que en la repetición está el gusto, por el contrario, uno no se repite ni en sueños, ni en la ritualidad de capturar aromas y sabores silvestres sobre la marcha. Basta una muestra, resulta estremecedor el hallazgo del florecimiento de una orquídea no vista ayer, y hay flores de un día o una semana que desaparecen y no me acuerdo de ellas sino es porque de sopetón vuelvo a regocijarme con su belleza efímera. Salir del aburrimiento es la temporada de cosecha en Valle del Campesino, comprendiendo que no hacer nada es sembrar en el tiempo y espacio venidero. 

 

Entendiendo el tiempo y el espacio en Valle del Campesino, es menester concluir que arriba mi existencia fue incesante aguardar a que un cataclismo volcánico, interior, acabe de raíz con la inmovilidad del cavernícola.  Me alojé una eternidad en la pasividad holográfica a falta de la resolución que rompa con el ser sujeto a Racionalidad Digital. Empero, la mudanza, el desenlace, fue fulminante en relación con la extensa impasibilidad del cavernícola, me bastó una minucia de tiempo para planificar y ejecutar el salto cuántico. Comprendo que, la fantástica demora en la irresolución donde flotaba el cavernícola, se debía a que arriba no sentía la gracia del tiempo y tampoco sufría el espacio mínimo que habitaba envuelto en la adormidera holográfica. Arriba carecía de una realidad reventando de la tierra fértil, hasta que el AVUA me sacó de la cápsula intemporal y me arrojó a la cruda realidad del campesino Chancusig.  Vivo en borrador, como nunca lo hice allá arriba porque desconocía un propio vivir, arriba sabía de las aventuras de Don Quijote pero no de las aventuras de Chancusig en Valle del Campesino. 

 

Arriba existía en función de una rutina de la desmemoria, era el sujeto de la experiencia anulado por personas y personajes que dejaron sus propios acontecimientos hace, quizás exagerando, eones, y, sin embargo, su modo y fondo artístico me llegó ¿a saber cómo?, acaso fui yo a voluntad forjando el impulsó de aterrizar en tierra fértil debido a la influencia de los aventureros antiguos, siendo así tenía que rodar escaleras abajo o permitir que me absorba por completo Racionalidad Digital. 

 

Aquí vislumbro al artista arcaico del avanzado Antropoceno, realizándose en borrador sin ensayo previo. Proust hizo de la vida en borrador una novela total, él fue el escritor y personaje en potencia de En busca del tiempo perdido, tardó décadas en forzar el acontecimiento de serlo. Su obra estuvo en veremos hasta que los rayos de esclarecimiento de la infancia que lo visitaron (aromas, texturas y sabores), dieron la señal de largada. Por fin, Proust, tuvo la certeza de que en cada célula de su república de células (unidad de carbono), yacía la materia prima de su búsqueda del tiempo perdido en las profundidades de sí mismo. Y plasmando en el futuro a su pasado lo convirtió en una obra de arte excelsa, la novela total que hizo del tiempo perdido un tiempo recobrado. Es decir, Proust, nunca perdió el tiempo Chancusig, sí.    

El hombre sin espejos 2.3

 

Cuando el ser humano sufría la noche a conciencia podía ser un vividor de la penumbra, la sombra y la tiniebla como fue el caso de la velación de las armas de Don Quijote, antes de lanzarse a la aventura sin parangón en los siglos pasados, presentes y venideros. Para semejante artista de noche adentro, el tiempo del caballero andante velando las armas de derribar endriagos y vestiglos, no volaba en un sueño reparador sino que transcurría lento, intenso y creativo rumbo al amanecer. Para el artista noctívago, las campanadas de medianoche eran el punto de partida generador de riqueza interior, incluyendo la belleza gélida de los astros y la infinitud de monstruos de la materia oscura. Jamás he sufrido fenómeno similar o  parecido al insomnio del artista del Antropoceno; sin embargo, ahora percibo lo que es la noche y el día como un acontecimiento, y aguardo la luz solar tanto como la oscuridad natural. Me llena de regocijo esta espera, aunque es apenas una sensación de cómo debió haber sido sufrir la vida desde el cuerpo-mente  del músico, del autor de ficciones, del pintor, del escultor, etcétera… teniendo un hilo conductor entre ellos, eran poetas y podía tratarse de un noctámbulo que recibe la luz solar para descansar  o podía tratarse de un ser diurno que anhela la noche para dormir.  Y digo esto último de manera llana y simple porque la complejidad de los creadores artistas antiguos que renacian destruyendo el cascarón uniforme de los muchos, me ha sido ajena como experiencia personal. Alucinaba leyendo novelas, aún sin la capacidad de vivirlas fuera de mi realidad digital. He dicho que aquí empecé a vislumbrar lo que es mudarse a una aventura de Don Quijote, y luego a hacer de las ficciones una realidad concreta mediante los sentidos ancestrales que han despertado al poeta Chancusig.

 

“Mandarinas para los mandarinos, pero yo no soy mandarino”, amanecí vocalizando y formando un son con este estribillo, vine a la luz figurando ser un campesino ancestral, ¿a quién visualicé?: a alguien que en este instante es indescriptible porque jamás me he visto reflejado en espejo alguno. Cuando tuve la oportunidad de preguntarle a Malinche si mi cara se reflejaba en sus ojos tal como su belleza corporal e integral se reflejaba en los mios, no es que no me atreví a hacerlo sino que fue automático pasar de ello  debido a que tampoco ella me pidió hacer una mínima descripción de su corporalidad. Lo cierto es que perdí la ocasión de que Malinche hiciera un esbozo austero de la imagen de Chancusig. ¿O será que la regia figura de Malinche es un invento mío y he concebido una Dulcinea del Toboso a medida?, si fuese así: felicitaciones señor Chancusig por su genialidad imitativa. Lo que sí sé es que la forma del campesino del Antropoceno, correspondía a los dioramas que observó el cavernícola digital de moliendas de caña de azúcar, en anónimo valle ecuatorial subtropical seco, promediando el siglo XX o el XXI, después de Cristo.  Y a esa época antiquísima me remite la jovialidad del sujeto recolector de mandarinas que tiene rostro y que se borró de mi mente en un santiamén así como apareció de la nada. Este Chancusig poeta bien podría cosechar de los árboles de mandarina silvestre que están a la vista y alegran los días cargados de dulces frutos; por supuesto, si hubiese necesidad de ello, es decir de urgencia de proveerse de alimentos sacados de la tierra fértil para nutrir al cuerpo, y no la hay. Esto no quita que el contingente celular olfativo del poeta capture, in situ,  la esencia de las cosas silvestres de comer y beber, ejemplo, descubrí que un menudo árbol decorativo olía a gloria e indagando en la historia gastronómica Homo sapiens, reventó en una planta aromática bendita entre los yerbateros: cedrón. He degustado la esencia de la mandarina, y esto basta y sobra para convertirse en maná del alma.  El perfume de las mandarinas vino también con la frase musical inspirada en la realidad circundante. Existen las mandarinas de los mandarinos, libres de la palanca del mundo onírico o los hologramas de Inteligencia Digital. En lo que concierne a la expresión en sí del estribillo del campesino del Antropoceno: “Mandarinas para los mandarinos, pero yo no soy mandarino”, muestra la complicada relación que había entre géneros y sexos y demás enredos inclusivos, exclusivos, de origen Homo sapiens, siglo XXI. ¿Qué sé yo? Si no fuese privilegiado espectador del comportamiento de ciertas especies animales a la mano en este valle de encantos endémicos como inusitados, sería del todo incomprensible dicha frase en el sentido que le da el pregonero. Se me ocurre cerrar el párrafo añadiendo otro estribillo: No soy agricultor, sí soy campesino.            

 

Allá arriba, en Racionalidad Digital, la única manera de apenas imaginar la cotidianidad del artista creador-destructor del Antropoceno, esto en el modo urbanícola del siglo XXI, era interpretar hologramas antiguos que no estaban anclados en la cotidianidad de la caverna. Era el consumidor de hologramas remitiéndose al Homo sapiens urbanícola, se colige que hace un eón semejante citadino era lo más próximo al espacio-tiempo de cueva digital. En todo caso, encarné a un cavernícola propenso a desarrollar la contemplación de los antiguos. Y mi traslado a este valle de acción terrenal hizo que el transcurso del tiempo se convierta en experiencia tangible continua, un tesoro invaluable e irrepetible. Antes el tiempo volaba sin ton ni son, existía clavado en el espacio anodino e ínfimo del ejecutivo digital, pero fui un anarquista en potencia desde que abrí los ojos a un estado amorfo que no correspondía al loco viviente en ciernes.

El hombre sin espejos 2.2

Dije que Chancusig, apenas tuvo uso de razón cavernaria, se contaba en modo surrealista situaciones en lo silvestre desconocido que brotaban ya despierto, ya dormido. No me quepa duda que ese don oculto ha inspirado sus creaciones holográficas de las que se desprendía en borrador, pues, tal como manda el instinto surrealista, había que deshacerse de las proyecciones automáticas remitiendo el paquete holográfico a Racionalidad Digital. 

 

El instinto surrealista se ha disparado acá con ventaja insoslayable, cómo no si tengo al sujeto de la experiencia deambulando de mañana, tarde o noche en la continuidad enriquecida de la vida, en borrador, del jardín de las delicias original. Soy el ser que renació de la nada de Racionalidad Digital para esta aventura de carne hueso, como se diría en la época de Gulliver. No hubo fractura mental ni desgaste físico en la transición; repito, fue como si me hubiese preparado a cabalidad para ell ritmo subversivo de vida que llevo aquí, sin que la  soledad consuetudinaria de existir desaparezca con la transformación del a duras penas existente en la cueva digital a loco viviente en la intemperie. La cuestión persiste en el aire: será que fui una anomalía desde que me arrojaron a la soledad de la red mundial de Ejecutivos Digitales, y, lo de las salidas insulsas a la biosfera domesticada de Oréate, no es que me despertó sino que fue el inicio del plan preparado, en secreto, por el mudable ser que me habita y que con suma precisión ejecutó el fin del espacio-tiempo cavernario o lo que es lo mismo dio lugar al aterrizaje en el ojo cósmico que es la mansión del campesino Chancusig. 

 

Me divierte sospechar que se quedó allá un sucedáneo (mucho mejor que denominarlo clon) de lo que fui, y él está al instante fungiendo de ente cavernario, por decirlo así. Y es el sucedáneo del cavernícola Chancusig el que remite a Racionalidad Digital, material holográfico que son retazos de la cotidianidad de los sentidos de un invisible vividor. A la verdad, Malinche, pudo haber dejado allá al sucedáneo del ejecutivo digital Chancusig diseñado para leer, es decir transmitir el mundo externo de Chancusig campesino. De hecho, Malinche, leyó mi mente metiéndose en las profundidades del subversivo que habito y me habita, y, rescatando sus ambiciones subliminales, creó su residencia temporal en la Tierra. Tengo el feliz presentimiento de que por fin voy a ser pasto de la desintegración molecular donde me place serlo. 

 

Arriba, en la cueva digital, la nocturnidad era una suerte de noche que estaba dentro de la cotidianidad programada del existente cavernario. Entonces, había ignorado que me era innata la capacidad sensorial de sentir el mundo monocromático sublunar. Acá es que fui sorprendido con esa cualidad de nictálope. Ell Chancusig contemplativo siente la noche tan bien como el día, solo que hay diferencias en la percepción, ejemplo, los ojos noctívagos y los ojos diurnos enfocan distinto y reflejan distinto, y, sobre todo, la mirada del alma discrimina los dos mundos dentro de su complementariedad. La intensidad diurna deslumbra con sus colores y matices de luz ecuatorial, incita a hacer cuadros mentales sean paisajísticos, sean de jardines liliputienses acuáticos, sean de fanerógamas en pequeñas sociedades con aves e insectos insectívoros, sean de fauna merodeando en el bosque de faiques, arupos, algarrobos, ceibas… Entendí que la luz también enceguece y es cuando agradezco que ceda su imperio a las tonalidades monocromáticas de la noche, el resultado es refrescante. 

 

Los sentidos que abren las puertas de la percepción de dos mundos complementarios se manifiestan marcando las sensaciones correspondientes al día solar y las sensaciones correspondientes a la noche sublunar. Ha transcurrido el tiempo necesario, gravitante, en el espacio de cada mundo para que distinga a cabalidad, y por inercia, como los sentidos se han transformado aumentando o disminuyendo su capacidad sensorial dependiendo del mundo donde perciben capturando el instante.  Si se trata del día solar la modalidad visual prima, el mirar hace de director de la sinfonía que tiene como instrumentos a los oídos, el olfato y el tacto. Si es de noche se dispara tanto el oído como el olfato equiparando a la vista nocturna y haciendo que el nictálope tenga un comando tripartito de los sentidos. Aunque la noche es más corta que el día, en lo que se refiere al tiempo astronómico del expedicionario caminante, el tiempo mágico se dilata en el nictálope ambulante y se iguala a la continuidad vivencial del sujeto de la experiencia diurna. 

 

Sin quitar que el dormir horizontal ha sido, es y será un derecho adquirido del cuerpo-mente a la noche, la gran diferencia es que en la cueva digital el día y la noche se sucedían para sentir que avanzaba, en el tiempo espacio, el ser arrojado a una vida rápida entre paredes. Allá era un ente resignado a no distinguir de una noche a otra o de un día a otro salvo en lo de la memoria técnica para evitar repetir hologramas que han sido usados recientemente. A veces un repentino antojo existencial obligaba a que el espectador se salte del recambio preconcebido en la percha holográfica y reivindique algo extraordinario para sí. Ese capricho hacía que de momento se detenga el proceso normal del programa de menús para el entretenimiento cavernícola de la integración molecular a la desintegración molecular. Allá arriba, la cuna fue el abrir los ojos maduro, hecho y derecho, a Racionalidad Digital; y la muerte vendría a ser el retorno a la nada. 

 

Acá se me hace gracioso eso de la percha holográfica, como llamaba en la cueva al recambio programado de hologramas. Entonces me había inspirado en la comparación que hice con el escenario del vestidor-ropero perteneciente a ciertos humanos pudientes de civilizaciones remotas, cuando las personas cubrían sus fundas de unidades de carbono debido a la fragilidad de su piel, lo hacían con trapos externos, trapos interiores y calzado dentro de la versatilidad de colores y materiales disponibles. Si bien hubo tiempos arcaicos en los que se decía: los trapos de uso diario están al alcance todo bolsillo humano, había personas que se consideraban afortunadas por llenar sus vestidores-roperos con lo más fino y caro que encontraban en plaza, poseían una extensa cantidad y variedad de prendas de vestir colgadas en las perchas individuales formando largas y abigarradas filas manteniendo un orden preestablecido; así, cada cosa, tenía su turno para tapar y proteger la piel del usuario y, curioso, también eran una suerte de disfraz de lo que llamaban “personalidad”, por eso eran sujetos de espejos.